Efecto Lupa

Ana Domínguez Aroca

Texto de catálogo. 1:554

Residencia Artística José Guerrero, Granada

Le habían destinado un par de semanas a la que fuera la casa del pintor José Guerrero en Chite. Dani llegaba con su maleta pequeñita de mano pero práctica, de las que te dejan no facturar en los aeropuertos, y unas cuantas prendas cómodas que le permitieran trabajar con movilidad holgada en brazos y piernas. Un artista precavido, para lo que fuera que su sensibilidad le llevara a construir. En un carro de transporte de carga llevaba el material para fabricar sus obras, que repicaba al ritmo de las campanas conforme subía las cuestas. Con el tañer de las campanas, llamaban a los feligreses del pueblo de al lado (al menos esa sensación daba), y no porque hubiera tensión entre pueblerinos de un lado y de otro, tampoco porque no existieran suficientes devotos chiteros, más bien era porque los de Chite siempre estaban ahí, ya fuera sentados en los bancos de la puerta seleccionando las historias que pudieran salirse de la rutina diaria, ya fuera dentro charlando con el cura a deshora, mirando por tercera vez a San Segundo en el retablo o proponiendo mejoras para las fiestas patronales. Era tal lo concurrida que estaba siempre la parroquia de la Inmaculada, que las campanas de la iglesia decidieron por su cuenta no dirigirse tanto a ellos, sino aprovechar para doblar más alto y que los murcheros se dieran por aludidos en el aviso de la misa. Sorpresa para ellas que aquella estrategia funcionara y de repente un día se presentaran setenta personas más, venidas de Murchas, a las once de la mañana. Justo el día en que Dani llegara a la casa del pintor. A la misma hora. Su carro dejó pasar a todo el elenco religioso de vecinos y detrás anduvo él, casi como en procesión. Cargar con la maleta a cuestas le supo entonces algo equivalente a llevar la cruz de penitencia.

 

A Dani le dieron las llaves de la casa donde vivió José Guerrero en un momento en que, siendo las once y pico de la mañana y escuchando de fondo los tubos del órgano eclesial interpretando el Kyrie de Delibes, no paraba de pensar en cómo su propia burbuja se relacionaba con la de esa persona desconocida pero amable que le entregaba las llaves. Le daba vueltas a la idea como si recorriera con el dedito índice y las pupilas toda el área de su propia esfera y avistara los límites de la esfera de la persona de enfrente cuando, justo en el ademán de soltar el llavero, sus superficies se aproximaban hasta que el objeto traspasaba la frontera de una y se adentraba en la otra. Qué tenía Sloterdijk que en la medida en que avanzaba en su lectura colonizaba más áreas de su pensamiento. Qué tenía de especial el Kyrie de Delibes para acomodar mejor sus divagaciones redondas a esta composición que al The Spheres de Gjeilo. Entretanto, sin parar el circular de esas ideas, introducía los dientes metálicos de la llave en el ojo de la cerradura y se disponía a subir la maleta a su habitación. El carro de transporte había finalizado antes su recorrido de forma provisional cerca de la fachada de la casa.

 

Nada más abrir la puerta vino a recibirle un haz de luz, de la mano de un olor fresco −ambos estímulos acogedores− comprometidos con ofrecerles su compañía hasta el final de la estancia. Dani, agradecido por la hospitalidad de estos dos seres particulares, hizo barrido general del sitio. En lo siguiente en que se fijó fue en el hermoso suelo. Un suelo de baldosas encajadas con precisión, con juntas que hacían visible un aislamiento entre ellas a la par que una estrecha convivencia (de nuevo las burbujas, como si hubieran adoptado una nueva forma −ahora cuadrada− y se incrustaran en el plano que quedaba justo debajo de sus zapatos).

 

Tanto en la planta de abajo como en la de arriba, a pesar del cambio de color de las baldosas oscuras (de marrón −planta de abajo− a verde −planta de arriba−), el suelo le recordaba a un tablero de ajedrez. Cada losa un escaque. El tono claro no variaba de un blanco marfil, el oscuro en la planta baja era un color tierra mojada (quizá de ahí le evocaba también el frescor al entrar, que incluso se le había pegado a la ropa) y en la primera planta un verde más bien acaramelado, de ese que alcanzan ciertas hojas en los prime ros días de primavera, suave a la vista, o la carne del aguacate, comparable incluso a su sabor, que lejos de invadir espacio a otros sabores los respeta y sale al encuentro con la calidez y dulzura de los primeros recuerdos.

 

Dispuesto el tablero, pero sin fichas, los primeros días transcurrieron para Dani en una serie de movimientos apacibles, que si eran dentro de la casa del pintor, bien podrían ser interpretados por filas o columnas, por determinadas casillas y coordenadas. Cada vez le divertía más y más asociar el suelo al juego. Llegaba a soltar carcajadas imaginándose estrategias, posibles partidas de ajedrez mientras caminaba del salón a la cocina o subía a la habitación.

 

Sin embargo, conforme los días pasaban comenzó a notar ciertos cambios de luz. La reacción común hubiera sido quizá tratar de averiguar por qué se estaban produciendo estas alteracio nes; en cambio para él −quien solía tomar la vía común como última alternativa en decisiones de este tipo y tanteando aún un par de opciones infrecuentes que agotar antes− lo más lógico fue pensar que la luz quería ser jugadora oponente en sus solitarias partidas de ajedrez simuladas y, como no halló inconveniente alguno en tenerla de rival, aceptó el reto.

 

El artista dedujo que las fichas de la luz (haces de luz de mayor a menor intensidad según el grado de importancia de cada ficha en el juego, provenientes de cada cuadrado acristalado de las ventanas −situadas en las paredes laterales izquierda y derecha−) se irían colocando en las baldosas donde esta brillara especialmente y a medida que el destello se desplazara implicaría traslado de ficha. Él se fabricó sus propias piezas con algo de escayola y las colocó en su debido extremo opuesto de la sala. Ambos enmudecieron, las melodías que con anterioridad Dani hubiera podido escuchar en su cabeza o fuera de ella se hallaban limpiamente muteadas y en los delicados desplazamientos de la luz también se podía sentir su impenetrable silencio. Asimismo, se permitían solo dos movimientos al día para cada uno. No obstante, de noche estaba prohibido moverse por el tablero, porque la luz entonces sufriría desventaja con respecto a su contrincante. En realidad la acción les llevaba apenas unos cuantos segundos; durante el resto de la jornada cada jugador debía ocuparse de sus quehaceres, aunque una parte del cerebro no dejase de pensar en el siguiente gesto al pasar por el recibidor. Así, en un zig-zag continuo de dos semanas, parecido a una danza luminosa en que cada paso, cada gesto, está largamente premeditado y se vuelve una especie de preparación de un timelapse, llegó el penúltimo atardecer.

 

Dani había ideado su último movimiento, uno que le haría finalizar su estancia con el sabor de la victoria, el olor todavía fresco pegado a la camiseta y la luz estrechándole la mano como gran rival. Toda la noche estuvo su mente maquinando posibles contraataques de los que debiera defenderse, agotar lo que su oponente pudiera hacer después y cómo responder al golpe. Se desvelaba sudando y cogía un paño de algodón para secarse la frente. Alfiles, peones y caballos asaltaban con hambre de gloria cada recoveco ya expropiado de sus horas de descanso. Daba vueltas a la cama en vanos intentos por encontrar una postura más cómoda que le hiciera conciliar un sueño más profundo.

 

A la mañana siguiente, recogida ya la maleta y esperando mostrar en exposición las obras en que hubiera estado trabajando durante su estancia en Chite −al margen del ajedrez−, bajó a 58 realizar el que él considerara el último movimiento. Qué sorpresa no se llevaría al observar que la mayor parte de los escaques del tablero eran del tono blanco marfil. Las baldosas de color tierra mojada estaban tan quemadas por la luz que no quedaba ni rastro del color oscuro. Imposible entender aquel tablero y cómo estaban dispuestas las fichas de la luz ahora. La oponente, en su incapacidad de habla, tampoco hubiera podido comunicar coordenadas hacia donde distribuir sus fichas. La claraboya −responsable de intensificar la proyección de luz de cada cuadrado de la ventana en el turno correspondiente− que del techo de la primera planta atravesaba un vano del suelo de esa primera al techo de la planta baja, había ido focalizándose en las baldosas según la dirección hacia donde se encaminaban sus fichas, llegado el punto en que se había comido casi todos los tonos oscuros. Dani lo había captado de forma inconsciente desde el principio, pero hasta enfrentarse al último movimiento no había caído en la cuenta de que a más rondas, menos tablero y de que en algún momento, se volvería absolutamente incomprensible.

 

Casi sacado de quicio, tratando de pensar una manera de solucionar el desastre −nunca convencional o común−, de alcanzar su victoria, Dani volvió a dirigir la mirada al suelo. Recogió todas sus fichas, las apartó del tablero y echó un segundo vistazo a las losas, ya despejadas. Las campanas de la parroquia volvían a repiquetear, esta vez pareciendo rogar un desenlace viable, una posibilidad de desempate.

 

De pronto, una especie de revelación se adueñó de cuanto podía percibir y la respuesta más clara le asaltó sin circunloquios: ¡Un crucigrama! La grilla, con casillas blancas divididas en horizontales y verticales y unas cuantas baldosas marrones −las resistentes a la luz abrasadora− en apariencia desordenadas −pero que bien escondían separación de letras y palabras− hacía evidente cómo la luz prefería proponer a Dani otros juegos antes que dejarlo ganar. De hecho, juegos en que ella, de nuevo por su afonía crónica y supuesto analfabetismo, ni siquiera podía participar. Y lo prefería no por no asumir la derrota, sino por no asumir la despedida; cosa de sobra sabida inevitable.

 

El último día entonces, lo pasaron entre conceptos y definiciones, de las cuales los visitantes a la exposición de Dani, tras haber disfrutado de la propuesta instalativa que el artista ofrecía como resultado de su exhaustiva investigación y su curiosa y singular mirada hacia el mundo, pudieron resolver la última palabra −suponemos así que fue triunfo compartido−, de tres letras (cada una adscrita a su propia burbuja, pero formando significado único al estar contiguas) y acabada en N, extraída de: m. Término, remate, extremo o consumación de una cosa.

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