El postalero

Carlos Almela

Texto de catálogo. El Postalero 22/23

El Postalero, Granada

Pasan los años y el postalero permanece. Dicen que lo inició una tal Azahara, a partir de los restos de un anterior proyecto de Miguel-Ángel. Dicen que Dani lo retomó de Azahara y que luego siguió con Louise y Elena. Dicen que no saben quién lo continuará ni qué querrá hacer con él. Que no quieren dejar testamento, para que quien un día lo herede y decida usarlo tenga las manos libres.

 

El caso es que ahí estaba, el postalero, y que entre sus delgados hierros no ha dejado de acumular capas de historias. Hay algo en los objetos-hechos-para-portar-otros-objetos que los hace indestructibles. Marcos de fotos, percheros, estantes, botelleros, cuerdas de tender, maletas, cajas, atriles. Hay un vacío en ellos que busca insistentemente ser llenado, un deseo de ser usados.

 

Algo quiere emerger, mostrarse, darse a conocer. Por su estructura de metal, medio sólida, medio endeble, han pasado estos últimos años cientos de extrañas postales: misivas, fanzines, objetos, mapas, imágenes, múltiples, contratos artísticos, protocolos de performance, fotocopias, dibujos, servilletas, textiles, cassettes, pendientes, circuitos y cables… El postalero se despliega como el papel, mostrando en cada ejercicio infinidad de variaciones. Hermosa variación, repetición, coincidencia y diferencia, que nos va dando unas palabras, el vocabulario de una escena.

 

Frente al imponente cubo blanco, la ligereza del postalero. Se cuela por él el aire, el arte y la vida. No quiero romantizar ni rescatar el tan denostado “arte emergente”, pero sí celebrar aquel arte que en lo liviano encuentra un camino para brotar. Mana una generación por el postalero. Aunque, más que una generación (cerrada, curada, leída, estudiada, coherente, asentada), el postalero es el infinitivo del verbo: es un generar o, como mucho, un generador. Una estructura de apoyo, como la sillita de la reina, como una farola en la que marcar una pausa, como un banco en el que sentarse un rato.

No hay pretensión. Sí hay una mano tendida, un conjunto de piezas de artista reclamando ser manoseadas. Si alguien las compra, bien, pero sí muchas las soban, mejor. Las postales quieren circular, las obras del postalero quieren ser arrojadas al mundo.

 

Esa condición de lanzadera encierra una duda fundamental acerca del postalero: ¿es una imitación precaria del anhelado circuito galerístico, museal? ¿O es una parodia, un gesto duchampiano que le quita seriedad al arte-como-cosa para dársela al arte-como-energía? ¿Vencerá el valor de uso o el valor de cambio? ¿La potencia artística de resquebrajar lo cotidiano o el recuento del número de likes en la cuenta de instagram? ¿Queremos arte como postales o como estatuas? ¿Queremos artistas como carteros o como tesoreros? ¿Queremos políticas culturales que multipliquen los postaleros o que construyan grandes museos? No todo es tan binario… y por suerte no se trata de escoger, sino de interrogarse tan seria como jocosamente. Alegre como una carcajada, irreverente como una risa en una reunión de señoros, así es el postalero.

 

El postalero, el postalero, el postalero. Ha llegado el postalero de Granada hasta su casa, para afilar el cuchillo y la navaja, el hierro, el arte y la vida.

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