Juan Viedma Vega
Texto de catálogo. El Postalero 21/22
El Postalero, Granada
El postalero, como forma, es una columna ligera y móvil, pero la lógica tras su estructura es otra: lejos de aguantar el peso del techo, multiplica el espacio vertical hábil para la disposición de elementos con el mínimo material posible. Las cercanías entre las imágenes que se pueden disponer en los salientes de un postalero están determinadas por su estructura, generalmente de corte industrial, por lo que el postalero siempre impondrá su razón de simetría y su postulación de orden constante en el momento del encuentro. Como estuvimos comentando en una de las reuniones con el equipo organizativo de El Postalero, algunos artistas han dispuesto sus obras en torno al postalero, en el suelo, porque el volumen de las obras excedía el pequeño espacio que la estructura reserva a cada imagen. En el momento en el que la colocación de las obras propuestas sigue subordinada a un diámetro activado por el postalero, que se infiere de manera más o menos intuitiva, este alcanza la competencia de un enclave, de una señal, como el árbol de Navidad en torno al cual se disponen regalos. Comentó Henry de Morant respecto a la esfera del diseño que «la calidad estética de un objeto debe corresponder a su función y al mismo tiempo derivarse de ella» [1]. Dada esta propuesta de partida, conocemos que a incontables objetos y dinámicas artísticas se les ha reservado una relación de correspondencia entre calidad estética y función muy diferente, en virtud de que dicha función consiste, la mayor de las veces, en la fecundación de la sensibilidad. Será interesante comprobar el trato de otros artistas para con el postalero. ¿Cómo lo aprovecharán para extraer de él una oportunidad para imponer la lectura inicial que requieren sus obras, y que no se vean engullidas por su expositor? ¿Y cómo funcionarán estas obras una vez desencadenadas del postalero, si es que los artistas se contentan con prescindir de la subversión de su estructura arbórea y jalonada? Pero, puestos a hacernos preguntas, considero adecuado reparar en la apertura del equipo organizativo a que el postalero se convierta en una oportunidad de intervención artística y si puede cumplimentar esta función a la vez que la más estrictamente expositiva-mercantil que lleva explorando desde sus orígenes.
El postalero me redirige a otro objeto con una función y efectos bien distintos, que es el atril de pie. Algunas fuentes bibliográficas sitúan en el siglo IX los primeros ejemplares de la península ibérica [2]. Ambos son esqueletos en posición vertical, pero el atril de pie está pensado para la elevación de un solo objeto a la altura, como poco, del pecho. Sustituto de las manos de los acólitos, totalmente instrumentalizados y su musculatura subordinada a la dignificación del misal —¿qué podría elevar a un objeto más que la subyugación de los seres humanos a su uso?—, el atril de pie debe ser comprendido como suministrador de proporciones humanas a aquel objeto que las requiere por su uso: ahora el misal, la partitura o la imagen miran directamente a los ojos del observador, o interpelan a su cuello y a su pecho. El atril de pie eleva a un nuevo exponente la potencia de la ley que el objeto depositado propone al sujeto. Por medio de la misma herramienta del unicornio —la prolongación enjuta— pero con una estrategia diferente —el misal se eleva sobre el atril de pie para adquirir altura, mientras que el unicornio adquiere altura con un cuerno cuya única función es la de distinguirse—, ambos producen el mismo efecto: la obtención de prominencia.
El postalero no hace así. Tanto el atril como el postalero multiplican las oportunidades de visibilidad de las imágenes u objetos depositados sobre sus salientes, pero en el postalero tienen lugar múltiples alturas seriadas, así que la carga de la elevación a la altura de los ojos y del pecho queda neutralizada por las demás. El postalero reconcentra la atención en relación al espacio que habita, pero luego opera al contrario a nivel interno al dar cabida a múltiples estímulos visuales de diferentes sensibilidades. La dinámica visual que suscita en inicio es, pues, centrífuga, e incita a vistazos por contraste: y solo los observadores prudentes, dispuestos a aislar los objetos encaramados a lo largo de su cuerpo, podrán gozar de su dignidad y su potencia. La soledad en el postalero puede entenderse como síntoma de lo que sobra, de lo que ha sido desdeñado y no ha merecido la atención ni el dinero del comprador; mientras que la soledad del objeto sobre el atril es el reflejo de la función cumplimentada y de su reconocido rango de sacralidad. Ambas estructuras ostentan la capacidad de disparar en nosotros la conciencia de que incluso la obra de arte más obcecadamente plana tiene corporeidad gracias a cómo descansa sobre otro cuerpo, a que la podemos rodear y estudiar desde varios ángulos. Es un distintivo de la pared, que disimula este hecho, y aún más de la digitalización y el visionado en dispositivos, que homogeneiza las calidades de las obras.
Las sugerencias de colectividad y azarosidad regulada del postalero, junto con su dinámica visual interna de carácter centrífugo, son probablemente de mayor interés para Espacio Lavadero que otras fórmulas de exposición de obras a la venta. Es congruente con la mirada distraída e hiperactiva de nuestro tiempo, atravesada por superestructuras que acogen ramificaciones de patrones que se hieren y afectan mutuamente. Incluso puede que El Postalero, tal y como lo conocemos hoy, sea un embrión práctico y recatado que espera su tiempo para desarrollarse a más niveles.
[1] Frase citada por Sagrario Berti en el prólogo de su libro Fotografía impresa en Venezuela. Co-editado por la misma, Ricardo Báez y La Cueva Casa Editorial. Caracas, 2018.
[2] Bonet Correa, A. (coord.). (2006). Historia de las artes aplicadas e industriales en España. Madrid: Manuales de Arte Cátedra. p. 232.