Jordi Pallarès Olive
Texto de catálogo. El Postalero 22/23
El Postalero, Granada
Eso es lo que me decían lxs turistas guiris y nacionales hace muchos años cuando me pedían sobres o querían revelar fotos de su estancia en el pueblo costero donde crecí. También vendí muchos sellos para mandar postales en las que detrás el texto a escribir era casi telegráfico: Queridx, X. Llegamos bien. El tiempo es fantástico y la playa nos espera. Te mandamos recuerdos. Saluda a X de nuestra parte. Un beso. X y X.
Ese diez por quince se hizo popular y todxs acabábamos manejándolo de un modo u otro cuando salíamos de nuestro lugar de origen, documentando analógicamente el viaje y deseando tener revelados esos recuerdos en ese formato, y/o mandando la postal de turno. De ahí surgió un subgénero fotográfico que inmortalizó desde insistentes puntos de vista playas desde el mar, hoteles y apartamentos en perspectiva y contrapicado, gente en la playa o tomando algo como si se fotografiase a sí misma, locales pintorescos, ciudades de noche (a oscuras), monumentos, patrimonio de todo tipo y esas primeras tomas aéreas (pre-drones), herederas de la documentación militar, que acabaron derivando hacia el mercado inmobiliario. Al final, unx podía encontrar postales en los sitios menos pensados: estancos, papelerías, tiendas de souvenirs, colmados, bares, bodegas, hoteles, museos…
La aparición y el consumo de este tipo de material se inició aquí con el boom del turismo en los años sesenta, manteniéndose hasta hoy, más allá de la comunicación digital, como algo nostálgico y kitsch. En pleno franquismo, España se proyectaba como lugar turístico por excelencia a través de unas imágenes que maquillaban la realidad de un régimen opresor y censurador, y ofreciendo un españolismo de pandereta y altamente conservador que desvelaba nuestro sistema relacional. Cual asesinato visual, se sepultaron otras muchas realidades que no interesó proyectar. Todo un “amable” repertorio folklórico en el que gran parte de la población no se reconocía y que sigue teniendo, aún hoy, un coste importante respecto a ese cóctel de sol, toros y castañuelas que nos ha convertido en un territorio que ha asumido su voluntad de satisfacción al extranjero conquistador. Tal vez se la propia Historia nos devolvió con ello nuestro afán imperialista del llamado Siglo de Oro. En cualquier caso y durante muchas décadas, ese filón de oro que también supuso el turismo, especialmente en la zona mediterránea del país, estableció dos perfiles de personas (en realidad, tres): aquellxs pocxs que podían permitirse viajar; aquellxs que vivían estacionalmente de quienes viajaban; y aquellos que se desplazaban (o no) y trabajaban para quienes vivían de lxs turistas. ¡Había que aprovechar el verano de un modo u otro! En ese contexto, surgieron los postaleros. Objetos portadores y exhibicionistas de todo este increíble material identitario sobre lo que dicen que somos.
Mi padre heredó el negocio familiar de sus padres que surgió en ese contexto. Durante muchos años se dedicó a reponer las postales de todas las vistas que había de los tres núcleos pertenecientes al municipio de mi pueblo. Solía ser por la tarde, recién abierta la tienda. Iba y venía de un pequeño almacén en el cual un mueble marrón oscuro albergaba pilas de todas esas vistas. Las postales se compraban en un distribuidor situado en el núcleo vecino y venían de cien en cien envueltas en papel de celofán transparente. Este hecho era importante para identificar cada postal pues había modelos muy y muy parecidos en los que, prácticamente, solo cambiaba el nombre del municipio escrito arriba a la derecha en lugar de abajo a la izquierda, o en el mismo lugar pero en amarillo en lugar de rojo. Mi padre hacía ese trabajo de observación y reposición con cierta religiosidad y disciplina. El postalero en cuestión venía a ser un expositor vertical en forma de trípode, algo inestable (los de mesa o mostrador eran más proporcionados respecto a su altura y la cantidad de postales que podían albergar), y de un color incierto entre verde y azulado. Las postales se podían poner verticales u horizontales según la toma, y la idea era ir dando vueltas (no sin cierto chirrido) para poder verlas todas repetidamente y decidir cuál llevarse. Era como viajar durante unos segundos por entre representaciones de paisajes marítimos que se repetían. Un diorama. Cuando había más de una persona rodando se creaba cierto conflicto pues había que ponerse de acuerdo en cuándo y hacia dónde había que girar. “Los cuadros en las paredes y las fotos en los libros” -anticipó en su momento Cartier-Bresson [1] – pero el formato postal y el mismo postalero transgredieron poderosos esa premisa como ventanas palpables y portables hacia otro mundo. Durante un tiempo, fui yo quien gestionó esos postaleros. En un acto consciente y resistente al de mi padre, yo decidía qué modelos poner y dónde colocarlos.
Erguido, me acerco a uno de esos postaleros, observo a quienes están a mi alrededor, lo giro y lo miro mientras decido si quedarme o no con alguna de las extraordinarias “postales” que contiene. Lxs demás hablan, ríen, fuman, beben, están sentadas en la acera, algunxs me miran de reojo y otrxs entran y salen del Lavadero. Hay un office pero todo es muy abierto. Más allá de los contenidos de ese souvenir pensado para mantener informadas en la distancia y vía postal (nunca más bien dicho) a personas con cierto vínculo o corresponderse protocolariamente entre quienes solían hacerlo (había que quedar bien con según quién), la postal es un elemento que crea red en una especie de ceremonial presencial que obliga a desplazarse. Hoy el envío de postales escasea. Por ese mismo motivo, cuando recibimos una, la guardamos en un cajón o la exhibimos con un imán en la nevera. Se trata de imágenes que recuerdan a alguien o a algún lugar. Gestos de proximidad desde la lejanía. Objetos que coleccionamos y fetichizamos. Deambular, pues, por un postalero acaba convirtiéndose en una obligada acción de disfrute compartido. Eso mismo ocurrió en Granada en 2017 cuando Azahara López Maldonado coordinó las tres primeras ediciones de un proyecto que giraba alrededor de un objeto como este. Algo que se retomó cuatro años más tarde de las manos, los cuerpos y las cabezas de Louise K. Houtman, Elena Lara y Daniel Medina [2], logrando una programación estable hasta hoy. Un objeto que ha dado vueltas, literal y digitalmente hablando, desde que fue “encontrado” hace unos años en Granada. Pero, ¿qué diablos hacía un Postalero en un Lavadero? Del mismo modo que en sus inicios, se podía encontrar ese objeto en cualquier local o establecimiento de cara al público, ese en cuestión fue custodiado durante un tiempo por Miguel Ángel Moreno Carretero y Fran Pérez Rus. Como “espacios” que, por definición, conllevan acciones, el Lavadero y el Postalero han crecido juntos, aunando a su alrededor a muchísimas personas de la escena artística granaína y de más allá. Y es que un postalero es un dispositivo performativo y relacional en el que los cuerpos se mueven a su alrededor. De ahí que ocurran cosas cada vez que se re-activa y da vueltas. Escribir sobre ello supone otro movimiento añadido. Nada se detiene.
[1] Frase citada por Sagrario Berti en el prólogo de su libro Fotografía impresa en Venezuela. Co-editado por la misma, Ricardo Báez y La Cueva Casa Editorial. Caracas, 2018.
[2] Quisiera subrayar la actividad, formación y compromiso de estxs y otxs creadorxs que salen de la facultad de Bellas Artes de la UGR. Un lugar en el que también se provocan y ocurren muchas cosas.