Carlos Sánchez
Texto de catálogo. Cartografías de lo Antihigiénico
Espacio Lavadero, Granada
Discusiones desde la ventanilla de un coche, de un autobús. Pegatinas con motivos antinacionalistas, enormes pasquines decorados de luces LED, papel de liar. Un boombox que abre paso a un mix de vibras noventeras; miles de ritmos urbanos y electrónicos que desprenden valores y ganas de vivir. Subir a cualquier azotea con un hermano a gastar otro carrete; cambiar el carrete. El vandalismo haciendo arte, el arte haciendo vandalismo. Todo se encuentra contenido, dibujado, renderizado en una virtualidad casi inexplicable, inverosímil, pero, a la vez, todo se antoja tan familiar, tan cercano, tan mío. Umurangi Generation, el primer y último videojuego al que ha dado a luz Naphtali Faulkner (a.k.a. Veselekov), configura una experiencia abiertamente inquietada por nuestra situación global; por el punto de no retorno al que estamos abocados —si es que no hemos rebasado ya— desde un punto de vista ecológico y, consecuentemente, por el futuro de nuestra civilización. No obstante, en su dualidad artístico-lúdica, parece aún más preocupada por brindarnos un espacio seguro en el que ser y estar que por hacernos llegar forzosamente su mensaje.
Jugar Umurangi Generation es una experiencia tan refrescante como estrambótica para el aficionado al blockbuster, y tiene sentido que así sea dada su particular forma de comprender la acción. Incluso entre las intersecciones de los denominados mundos abiertos que la industria rezuma por centenares con el devenir de cada año —y que con asiduidad presumen de blandir los estandartes de la libertad del medio [1]— subyace una muy marcada linealidad; una retahíla de misiones, cometidos y quehaceres que rara vez nos brindan la posibilidad de disfrutar sus mecánicas y entornos sin contrarrelojes o presiones impuestas por el ritmo de la narración. Despojado de desafíos y entendiendo su progresión más como una herramienta para presentarse como videojuego que como una serie de obstáculos para el jugador, la propuesta de Veselekov, que prefiere poner en nuestras manos una cámara fotográfica antes que un rifle o una Glock, una máscara o unos guantes, facilita a cualquier persona navegar la noción de juego como acto comunicativo y de construcción de sentido, sin más imposiciones que las del paseo y estudio del entorno desde una perspectiva artística. En el ojo de una vorágine de graffiti y luces neón esperando a ser atrapada por nuestro objetivo, solo somos nosotros y nuestra cámara, y tenemos todo el tiempo del mundo para que de dicha relación brote una simbiosis capaz de satisfacernos, llenarnos y liberarnos tanto a nivel artístico como personal.
El acto de existir y de ser en el videojuego, sin embargo, no debería de postularse como algo reservado ni para esta clase de producciones de corte intimista ni para aventuras como Proteus o The Beginner’s Guide, que entienden tal acción como un punto pivote sobre el que regir el resto del conglomerado narrativo y jugable. Al fin y al cabo, ambos conceptos pueden hacer gala de su excelsa relación con la inmersión, término controvertido pero omnipresente en el estudio y comprensión de la obra lúdica que tiende a ser usualmente malinterpretado por parte de la comunidad (entendiéndolo como la capacidad del medio para inserirnos bajo las pieles ajenas y otorgarnos avataridad [2] en lugar de como aquella que nos permite empatizar con los devenires narrativos a los que siempre se encuentran sometidos nuestros personajes). No es sino la inmersión, como Tao del videojuego —por encima de la finalidad de divertir o entretener—, la que nos permite habitar las calles de Liberty City en Grand Theft Auto IV; pasear por ellas, recorrer sus parques y establecimientos hasta desprendernos de las nociones del deber y del tiempo; hasta que nuestra experiencia de juego se deje gobernar por esas micronarraciones que afloran de la idiosincrasia urbana, atravesada por traumas, deseos y esperanzas.
Como jugadores, tenemos la inmensa suerte de acceder con asiduidad a un universo caracterizado por una dualidad muy poderosa, que bien puede ser disfrutado de la manera menos personal, emocional e intelectual posible (siendo esta una situación irónicamente extendida en los títulos para dispositivos móviles y/o de carácter multijugador). Está bien que así sea, porque también debe de haber lugar para el entretenimiento vacuo, para el videojuego escapista [4]. No obstante, no pienso que ninguna de estas experiencias necesiten eclipsar en nuestro cono óptico a sus contrapartes artísticas, para las cuales, más que la identificación, se precisa de una vital implicación con el juego por parte de aquel que lo consume, que lo observa, que lo pervierte, que lo vive. Seamos, entonces, en el videojuego; contemplemos su marabunta, estudiemos sus no-lugares. Habitémoslo sin premura, sin prejuicios, desde la nada hasta la nada, porque solo así podremos ser, al menos durante unos instantes, en un espacio y tiempo distinto al nuestro. Con algo de suerte, quizás ahí hallemos un futuro menos incierto.
[1] GTA 5: ¡Primer tráiler con gameplay! [Español – Trailer Oficial]. (2013, 9 julio).
[2] Oña, D. (2021, 2 julio). El avatar en el videojuego: qué es la avataridad y cómo se da su relación con el jugador. IGN España.
[3] Gris, H. M. (2020, 4 septiembre). Judgment. Nivel Oculto.
[4] Llanos, J. (2021, 6 abril). El videojuego como escapismo; escapar del videojuego. HyperHype.